En un mundo que parece peligrosamente cercano a visiones distópicas que presagian guerras, desastres naturales, sistemas de vigilancia y otros desmembramientos, los objetos cotidianos, familiares, son los compañeros silenciosos, los guardianes y los verdaderos cronistas de nuestra historia hecha de alegrías y desdichas.
Y si hay un resguardo, un silencio en las descripciones que el poeta hace de los objetos, poseedores de una soledad tan parecida a la nuestra, que revelan el peso de la impericia humana, nunca se olvida que son también ellos los que rompen la sequedad, la timidez y la afasia y nos cautivan a su mirada fértil, pero no siempre armoniosa entre los seres y las cosas.
En una época en que muchos humanos son considerados como mercancía, desecho, realidad casi obsoleta, los objetos nos recuerdan que existimos en esos momentos, que hubo esas vidas que se cruzaron con la nuestra. Trazos soberanos y humildes de las cicatrices que nos deja el tiempo, si no pueden devolvernos la justicia, pueden traernos fidelidad, belleza y consolación.
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